MISMIDADES
Vivencias de mi mismo.
Historias de mi mismo, conmigo mismo, para mi mismo...
martes, 1 de mayo de 2012
sábado, 20 de noviembre de 2010
EL RESTO DE MI VIDA
Mi nombre es Ana. Ana Montes, tengo 40 años y no soy feliz, pero “hoy es el primer día del resto de mi vida”. Al menos eso dice la inscripción que hace años alguien puso encima de la puerta de mi dormitorio.
Es posible que no le encuentres sentido a que me presente a ti, quizás cuentas con los años que pasamos juntos, para sentirte ahora seguro creyendo que me sigues conociendo. O tal vez, cada vez que nuestras miradas se han cruzado durante todo este tiempo, has advertido el grito de socorro que emite mi corazón, y que yo no he querido escuchar hasta hoy.
No sé por qué razón siento ahora esta necesidad angustiosa de decirte que dejé de quererte, para empezar a amar lo que significaste en mi vida. Éramos perfectos, teníamos juventud, belleza, inocencia… y portábamos sin ser del todo inconscientes de ello, unas banderas que a los ojos del resto, adornaban nuestra unión. La mía era blanca y amarilla, con un escudo ostentoso lleno de imágenes supuestamente puras, copiadas por los míos del catálogo de valores del perfecto cristiano. La tuya era roja con inscripciones doradas que nunca supe descifrar, pero que a mis ojos hablaban de música, de raza y de ese duende gitano. Nuestros mundos hablaban idiomas diferentes, con iconografías diferentes, pero sentíamos superarlo cada vez que me besabas y lo tapabas todo con mi pelo.
Nos ganamos el derecho de escribir nuestra propia historia y lo convertimos en el “manual de la perfecta unión”. Un excepcional maridaje de los principios y la pasión de nuestras banderas, hasta que dejamos de vivir nuestro amor para ejecutar nuestro guión. La improvisación se convirtió en procedimiento y éste, llenó nuestra historia de mentiras que poco a poco fueron debilitando los cimientos de nuestra relación.
Recibimos en igual medida los aplausos de nuestros amigos y los ataques de nuestras familias, pero ambos, sabíamos que no quedaría ahí, que en algún momento alguien trataría de encender la luz y bajar el telón. Nos preparamos a conciencia, yo miraba los libros de mi casa y tú, los posos de tu café en busca de armas que manipulamos una y otra vez, hasta que combinaron perfectamente con nuestro vestuario.
Y llegó. La gran batalla llegó. Dos ejércitos de números infinitos y preciosos uniformes se esperaban frente a frente. Pero no había armas, ninguna. Solo silencio. Ocupamos nuestros puestos en el centro del campo cogidos de la mano, temblorosos y confiados del escudo que habíamos construido. Nuestros primeros de adelantaron y nos miraron con la frialdad de la rutina. No hubo lucha, solo silencio. Sentí la presión de la razón de los demás en mi muñeca y cuando desperté estaba en mi cama, sola con mi pijama blanco y amarillo.
Hoy, mi hija cumple diez años y he terminado su regalo, una bandera en un precioso muaré blanco y amarillo, en la que he bordado la imagen del colgante que esta mañana encontré en mi felpudo, una pequeña flor roja con un rocío dorado, que mi pelo tapará el resto de mi vida.
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